sábado, 30 de julio de 2011

Villa Argentina.

Un moho verde intenso se adivinada en las azoteas de las casitas bajas de clase media del Viaducto. Un frío que se sentía en las rodillas y en la espalda, tras su paso, como una bruma gélida rasgaba su rostro afeitado al ras a las apuradas.


La gris monotonía de las calles del conurbano, se quebraba por cortos instantes por la estridente música de los autos tuneados de los pibes de la villa, los pocos que escapando al paco, las tentaciones y los excesos, habían obtenido algún empleo, como repositores en un supermercado o en la sodería del barrio, uno de los últimos bastiones de la mediana empresa en ese otrora sueño popular y anodino frente a los embates, a la concentración de riquezas y el crecimiento desmesurado de la Corporación. Pero la sodería seguía ahí, solemne como el sueño del viejo Roca cuya obsesión sería la educación de sus hijos a través del trabajo duro y constante. Desde los parlantes y amplificadores de los Fiat, la cumbia y el reggaetón exaltaban y alegraba ánimos pasajeros.

Caminó las cuatro cuadras, atento y vigilante con la mirada vaga sobre las cuatro veredas, dibujando un perímetro imaginario alrededor suyo.

Se detuvo a esperar el bondi fijando su atención donde terminaba la calle, en un horizonte arbolado y urbano. Con una mano en el bolsillo, contaba las monedas sin mirarlas, reconociéndolas por su tamaño y textura, imitando una conveniente ceguera.

Subió los escalones mientras el motor vibraba, con alivio pero verificando mentalmente si en casa todo había quedado en orden, cerrado y desconectado. Buscó un lugar y se sentó acomodando su morral sobre su regazo.

Recorrió con su cansada mirada las expresiones de angustia, resignación y resentimiento de quienes a esas horas iban para el centro. Al menos de aquellos que no dormían profundamente, abrigados con exageración. Se tomó su tiempo para reflexionar sobre esas expresiones intuyendo una secreta esperanza de que estos, asimilando algunos valores, a cambio podrían alternar unos lugares en el ejido social.

Los intelectuales hacía un tiempo habían abandonado la expresión “pirámide social” por una, en cambio, mas eufemística, ahora era “ejido social”; imaginar una pirámide instaba a contemplar una conspirativa idea de jerarquía. En tanto, hablar de ejido inspiraba un concepto de horizontalidad libre. Para El, en última instancia, no era más que un “sálvese-quien-pueda” encubierto.

Con el rojo del semáforo, aprovecho y se bajó en Alem y Lavalle. Se extrañó por el escándalo circundante y se acostumbró a la sinfonía ensordecedora, pese que hacía tiempo había dejado de estar predispuesto a dicha vorágine.

Extrajo de su bolsillo la cigarrerita dorada, herencia de un abuelo inmigrante que había encontrado en la sutil utilidad de esta cajita un lugar donde depositar las esperanzas que el nuevo terruño deparaba. Esperanzas que sistemáticamente el y su progenie se habían encargado de fumarse, víctimas probablemente del infortunio y la adversidad cotidiana. Fumó un poco más.

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