lunes, 15 de agosto de 2011

Sarandí, el Okinawa de zona sur.

El mayor encanto de los barrios como el que vivo son los oficios que continuan ejerciendose, herrero, comprador de baterías viejas y chatarra, hueveros que venden desde su auto con un altoparlante en el techo. Omnipresentes carros de cartoneros arrastrados por modestos petizos y yeguas, etc.
El que me cae más en gracia es el de Afilador, que anuncia sus servicios con una flauta de seis notas, hecha de ruidoso material plástico.
Todavía me acuerdo aquella vez que luego de escuchar el inconfundible sonido que lo anunciaba, salí a la vereda con una espada samurái, comprada en Once, en una casa de Decoración e Importaciones Chinas, por una suma razonable.
Me acerque, el anciano me observo con un aire que me recordó a Hatori Hanzo de Kill Bill, le dije:
Cuánto por pulir y afilar esta espada?-
La uso para afeitarme.-Intente aliviar la tensión con un poco de comedia.
Esperaba sorpresa por parte de el, pero supongo que la experiencia anterior destruye la misma, entonces, Luego de un breve silencio.
50 pesos, me tomaría mas o menos una hora.-apreció, mientras la examinaba superficialmente.
En lugar de la antedicha sorpresa, encontré regateo.
Ah…muy caro, me imaginaba algo como 20.- Fui contundentemente sincero.
Por 30 lo hago, me están esperando en otro lado, otro cliente.-Seguía el juego.
Está bien. – Respondí con una mezcla de fastidio con satisfacción, broma cruel de hipotálamo.
En una hora volvé. -Sentenció.
Entre en mi departamento, mientras alejado escuchaba el ruido de la afiladora confiadamente.
Cuando pasó una hora y cesó el ruido de la maquina regrese a la puerta.
El trabajo era brillante, excepcional, propio de un artesano salido de una historia épica. Estaba más que satisfecho.
Tanto, qué dije:
Nunca se sabe cuando se puede necesitar una espada samurái.- Al tiempo que a mi lado pasaba una de mis vecinas, una de las más entrometidas.
Desde entonces, nunca soy invitado a las reuniones de consorcio.

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